Vivimos inmersos en atmósferas emocionales que inciden en nuestra salud tanto como el aire que respiramos. También respiramos el miedo, la alegría, la paz, la tristeza o la violencia de nuestro entorno. Nada es más contagioso que las emociones, sean estas positivas o negativas, hasta el punto de que bien pudiéramos hablar hoy de una epidemiología ligada a nuestros estados emocionales colectivos.

No sólo nos nutrimos de lo que comemos; lo que no podemos digerir psicológicamente genera problemas digestivos de igual forma que los alimentos contaminados. La ira crónicamente retenida se convierte en irascibilidad, que puede generar problemas biliares al igual que la alimentación inadecuada.

También las emociones proporcionan la energía y la información que, al cambiar nuestros estados anímicos, modifican la atmósfera emocional, que respiramos en nuestras familias y empresas. El amor ordena el ritmo cardíaco, el temor genera incoherencia y disarmonía en los pulsos del corazón. Esto reviste una importancia mayor hoy, pues sabemos ya que el ritmo del corazón es el marcapasos de todos los ritmos del cuerpo. Las emociones repercuten en el corazón y, a través del sistema vascular, en todo el cuerpo. También el ruido emocional genera alteración de los pulsos eléctricos de los centros que en el cerebro coordinan múltiples funciones vitales.
Los mecanismos de comunicación propios de nuestro organismo son pulsos químicos y eléctricos que, en buena parte, son modulados por nuestras emociones. El disturbio en estos patrones de pulsación rítmica provoca enfermedades de todo tipo. Y la causa más común de tal perturbación la constituyen las que denominamos emociones negativos o destructivas. Cada emoción produce un paquete de sustancias químicas que llevan codificado hasta el cuerpo su mensaje.

Pero las emociones no son en sí mismas negativas o destructivas, todas son necesarias para nuestra evolución. Somos nosotros quienes les damos una connotación negativa según las neguemos, las reprimamos o las canalicemos como formas primitivas de energía, que constituyen la materia prima de nuestras aspiraciones e ideales. Todos experimentamos miedos, iras, tristezas o depresiones en muchos momentos de la vida, pero lo que hace de estos movimientos de energía de la Psique eventos negativos o constructivos es nuestra propia forma de vivirlos. En general, toda emoción negada, reprimida o desbordada, se convierte en una emoción destructiva. Si no vivimos el temor desde la respuesta inconsciente y primitiva de ataque o huida, podemos alcanzar la sabiduría de la prudencia que es conciencia plena de nuestros propios límites. El temor negado conduce a la parálisis del pánico; el temor desbordado asume la forma de peligrosa temeridad. Podríamos incluso llegar a pensar que el temor extremo es el terror, y que la experiencia individual o colectiva del terror puede conducir al terrorismo. La reacción de ataque es la estrategia primitiva frente al peligro cuando no tenemos escapatoria posible. ¿El desplazamiento, la opresión económica y la marginalidad, que no dejan escapatoria posible a toda una sociedad, podrían estar en la génesis del terrorismo?.

Todas las tradiciones médicas del mundo reconocen la gran incidencia de la calidad de nuestra vida emocional en la salud del cuerpo físico.

En nuestra medicina occidental reconocemos, por ejemplo, que la insatisfacción laboral, los sentimientos de hostilidad, el no sentirnos queridos y la falta de soporte relacional, aumentan significativamente el riesgo de enfermedades como el infarto.

¿Qué hacemos hoy para que el hijo, el amigo, la secretaria, el portero, el esposo se sientan queridos por nosotros? La cordialidad, la amistad, la apertura de corazón, la comprensión amorosa nos han de permitir construir una cultura que supere la intolerancia y, más allá de la tolerancia, nos lleve a ser partícipes del reino de la hermandad. En ese, el reino del alma, Dios será al fin para todos un Dios de amor.

Jorge Carvajal Posada

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